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Habitar los miedos, los olvidos y los silencios

El miedo es una sensación común en los seres humanos. Se crea en la mente ante la proximidad de un peligro, real o imaginario, y se siente en el cuerpo como una fuerza oprimente. Cuando se hace imperioso el peligro, la cercanía de la muerte o de un daño, el corazón se agita y las piernas no responden, las manos tiemblan y las salidas o escapatorias, de haberlas, no son claras: la mente se nubla, la realidad pierde sentido. El miedo, claro está, es una impresión individual que cada quien confronta con el carácter de su personalidad, pero también puede ser colectivo, y el trauma que conlleva puede perdurar hasta la muerte.


Los expertos en el tema hacen distinciones incluso de la naturaleza del miedo. Los hay viscerales y naturales, los hay culturales, y estos cambian según el tiempo y los lugares en relación con las amenazas que abruman. En un ensayo publicado en el documento El miedo, reflexiones sobre su dimensión social y cultural, llamado Miedos de ayer y hoy, el doctor en historia francés Jean Delumeau afirmó que el miedo es una “emoción choque, a menudo precedida de sorpresa” con la toma de conciencia de un peligro inminente, y añadió que:


La siquiatría distingue ‘miedo’ de ‘angustia’. El miedo tiene un objetivo preciso al cual se puede enfrentar ya que está bien identificado. La angustia, al contrario, es una espera dolorosa frente a un peligro aún más temible que no se 'identifica' claramente. Es un sentimiento global de inseguridad. Sin embargo, miedos que se repiten, pueden provocar crisis de angustia, (Delumeau, 2002, p.10).


De lo planteado por Delumeau se desprende que, entre todos los miedos, “el miedo a la guerra ha ocupado el mayor puesto en la lista de los peligros”, (Delumeau, 2002, p.12). Y en nuestro tiempo este agente ha adquirido otras dimensiones gracias al progreso técnico y tecnológico que ha permitido exhibir, no sin la intención de algunos gobiernos por ocultarlo, “la dimensión aterradora de los conflictos armados”, (2002). Para este historiador no sería descabellado afirmar, de hecho, que el siglo XX ha sido el más criminal de la historia: las guerras mundiales y el Holocausto, las masacres de armenios y los genocidios en Camboya y Ruanda. Las dictaduras Latinoamericanas, caracterizadas por la violencia política, también entran en el mismo saco. Al igual que el conflicto armado colombiano, que incluso suma en sus expedientes un número de desaparecidos y masacres mayores que los registrados en regímenes militares de derecha que proliferaron en países vecinos.


Se creería que, quienes detentan el poder y han permanecido en él imponiendo su orden de Leviatán, están blindados contra el miedo, ahogados quizá por la confianza en su poder. Sin embargo, Delumeau cita en su ensayo una frase de Aung Sans Kyi, premio Nobel de Paz en 1991, que expone una realidad que a la mayoría le está oculta por la carga de violencia simbólica que le dicta seguir el orden establecido y temer al Estado. Aung Sans Kyi escribió a propósito de su país, Birmania: "El poder no corrompe sino el miedo: el miedo a perder el poder para los que lo tienen, el miedo de los que el poder oprime y castiga", (p.17).


El miedo creado en contexto de conflicto de larga duración (1) como el nuestro, en el que varios grupos armados, legales e ilegales, pugnan por dominar territorios sin importarle el daño que puedan causarle a la población civil, produce transformaciones en los contextos sociales de las comunidades. La colombiana Natalia Castellanos Martínez, doctora en antropología social de la diversidad cultural, en su artículo en Antropología de los silencios en el conflicto armado, afirma al respecto que:


Cuando se utiliza el miedo como una herramienta para silenciar, se afectan profundamente las representaciones de las personas, sus modos de vida, sus sistemas simbólicos y sus tradiciones, revelando continuidades y transformaciones en las que el miedo y sus formas narrativas aparecen como expresión sensorial, respuesta y saber local (Castellanos, 2016, p.14).


En síntesis, “los silencios van arropando en sus dominios realidades y acontecimientos”, y “los dominios de los silencios enmudecen la memoria, una memoria que a largo plazo se irá extinguiendo en el olvido”, (2016, p.17-18), afirma  Castellanos. Sus ideas entran en concordancia con lo planteado por la historiadora y una de las más importantes investigadoras del conflicto armado colombiano, Marta Inés Villa. Marta ha recorrido el país escuchando a las víctimas de grupos armados, ha analizado sus contextos y las implicaciones de las arremetidas criminales que han cambiado el rumbo de sus vidas. El miedo despierta en ambientes fuertemente marcados por el terror, ya sea derivado de amenazas directas o indirectas, de asesinatos de familiares, vecinos o amigos, torturas, persecución, extorsión, secuestro, abuso sexual o desplazamiento forzado. Todas estas formas de violencia oprimen la libertad y, en muchos casos, obligan al éxodo, al desarraigo, a la impotencia, al dolor y la tristeza.

 

La casa de una familia campesina, ubicada en las entrañas de la ruralidad y a una distancia de horas del casco urbano más próximo, deja de ser un refugio y una morada para convertirse en una trampa. La relación de profunda cercanía y amor por el campo se ve empañada por el sonido de fusiles y bombas, por la cercanía de hombres armados e impredecibles. Estos sentimientos de opresión, afirma Marta Villa en su texto El miedo, un eje transversal del éxodo y de la lucha por la ciudadanía: “Van tomando forma a través de diversos rostros. El miedo a la muerte, el miedo al ‘otro’ e incluso el miedo a sí mismo, a la propia palabra, a la memoria, resultan relevantes” (Villa, 2006, p.23).


La investigadora encadena consecuencias provocadas por el temor, y asevera que el conflicto derrama desconfianzas que comienzan en lo individual, se extienden a lo familiar y lo vecinal, filtrándose como un fantasma en todas las familiaridades y actos comunitarios. Esto provoca un fenómeno de descomposición del tejido social que se traduce en aislamiento, propósitos del terror. Marta Villa añade que:


Basta conversar un par de minutos con personas que han vivido el desplazamiento para entender cómo esta guerra ha tocado las subjetividades y la vida colectiva: voces bajas, frases inconclusas, nerviosismo ante la mirada de cualquier conocido o desconocido, llantos de muerte reprimidos, desconfianza como consecuencia de que “las paredes oyen”, “los árboles escuchan” o de que “ver, oír y callar” es la única forma de garantizar, al menos, la sobrevivencia, (p.27).


El silencio (2) se convierte así en un mecanismo de defensa y conservación, dificultando la confianza y la solidaridad. De allí, entre otras cosas, de la importancia de los procesos sociales que las víctimas llevan a cabo dentro de sus colectivos, creando grupos de escucha y apoyo, participando en proyectos productivos, conformando grupos de arte, pintando, escribiendo, actuando, tejiendo, sanando el corazón y atenuando el impacto de los recuerdos atroces a través del acompañamiento resiliente, y, sobre todo, reconciliándose con su pasado y consigo mismas, alivianando el sentimiento de culpa que guardan muchas veces. Estos procesos son largos, frenados en ocasiones por la resistencia emergida del temor. Marta Villa añade al respecto que:


El miedo a la palabra, a expresar lo que se siente, lo que se oye, lo que se ve, lo que se recuerda, lo que se piensa, es una de las implicaciones subjetivas y sociales más profundas y la que de mejor manera expresa la existencia de un ambiente de miedo que encuentra en el acto de comunicar y comunicarse con otros una amenaza directa a la vida, (p.27).


A estos temores se suma la angustia de hallarse, tras un desplazamiento forzado, en lugares ajenos y tan disímiles a los conocidos como las ciudades. Luz Mery Velásquez conoce muy bien esta situación, lleva más de diez años como líder y es la directora de la Mesa de Víctimas de Desaparición Forzada de Antioquia. Su esposo Julián Emilio Cataño fue desaparecido en el municipio de Norcasia (Caldas) en el 2001. Era un ingeniero civil que trabajaba en la hidroeléctrica La Miel cuando Luz Mery supo que unos hombres lo habían raptado y desaparecido.

 

En su camino en busca de justicia, Luzma, como la llaman sus compañeras, ha hecho parte de colectivos en los cuales tiene contacto con mujeres que arrastran consigo historias de una crueldad inimaginable. Luz Mery apunta que sus historias son desgarradoras y muchas de ellas solo se atreven a contarlas cuando toman confianza en presencia de otras que han hallado en el encuentro y el arte una forma de transformar sus miedos, desahogarse y llorar. De hecho, Luz Mery junto a otras quince mujeres conforman el colectivo de teatro Desde Adentro, un acto de amor que desata las fuerzas creativas de las integrantes, convirtiéndolas en sujetos creadores de cultura. Su estética es capaz de enfrentar y tramitar el dolor, pero también es una apuesta ética que, inevitablemente, choca con una realidad cruda que habitan: el abandono Estatal, la pobreza y marginalidad en la que gran parte de ellas viven, ocupando “ranchos” en las periferias de la ciudad.

Ellas son, doblemente, victimizadas a pesar de los esfuerzos de entidades como la Unidad de Víctimas, organismo encargado, entre otras cosas, de reparar a los afectados por el conflicto armado. Estas vicisitudes, inevitablemente, hacen parte de la memoria, puesto que conforman el modo de cómo las víctimas afrontaron la violencia.


La socióloga María Teresa Uribe, quien en el 2015 recibió por parte de la Universidad de Antioquia un doctorado Honoris Causa en Ciencias Sociales y Humanas por su contribución y compromiso para pensar el conflicto del país, en su texto Estado y sociedad frente a las víctimas de la violencia, siguiendo con las reflexiones sobre el miedo y el silencio, afirmó que:


Así viven las personas que, por razones de la guerra, por miedo a retaliaciones, a nuevas persecuciones, pérdidas o desarraigos, o por temor a los estigmas (3) y sindicaciones, no pueden hablar sobre los dramas de sus vidas. De modo que los mantienen ocultos, como si el hecho de haber sido víctimas constituyera una falta grave, un delito o algo de lo cual avergonzarse. En esta situación se encuentran miles de desterrados y muchas familias victimizadas por uno y otro actor armado, (Uribe, 2003, p. 11).


Este pulso de lo que no se dice posee varias características que se expondrán a continuación.


Olvidos y silencios

Rescatar las memorias que guardan estas víctimas y reconstruirlas periodísticamente es una tarea difícil que requiere de una sensibilidad y unos métodos particulares. Por eso, es importante lo planteado hasta ahora en estas reflexiones, puesto que permiten ir divisando un mapa desde el cual reconocer los diferentes territorios que conforman el universo de quienes padecieron la arremetida de los violentos. Con el fin de seguir develando las formas de esta cartografía, en la que ya hablamos de la violencia política y su relación con el tema abordado, así como el origen de la importancia de los testimonios en la construcción de conciencia, y los alcances de la memoria en relación con la historia, se continuará con Elizabeth Jelin. Al hablar del testimonio de las víctimas para evaluar el pasado enunciamos el concepto ‘memorias narrativas’ propuesto por la socióloga, para designar aquellas memorias que parten de hecho disruptivos. Es en estas memorias donde habitan los olvidos y los silencios que nos interesan.


Así pues, la socióloga habla, en esencia, de cuatro tipos de olvidos. El primero de ellos es el ‘olvido profundo’ que se refiere al creado por el hecho traumático, que básicamente se expresa por la imposibilidad de dar sentido al acontecimiento, (2002, p.28); el segundo tipo se da en el marco de una ‘política de olvido’, donde actores construyen estrategias de ocultamiento o destrucción de pruebas, impidiendo la recuperación de las memorias en un futuro, (p.29); un tercer olvido es el ‘evasivo’, y demuestra un impulso de no querer reconocer lo que puede herir. Y está el ‘olvido liberador’, en el que el sujeto o un grupo social se libra de la carga del pasado con el fin de mirar hacia el futuro y seguir edificando su vida en común, (p.32).


La autora de Los trabajos de la memoria también señala tres tipos de silencios. Según Jelin, como “contracara” de los olvidos. El primero se configura dentro de marcos impuestos por regímenes dictatoriales de diverso tipo, un ‘silencio obligado’. “También hay voluntad de silencio, de no contar o transmitir, de guardar las huellas encerradas en espacios inaccesibles, para cuidar a los otros, como expresión del deseo de no herir ni transmitir sufrimientos”, (p.31). Finalmente, en el plano de la experiencia individual, está el silencio derivado del temor a ser incomprendido y, por tanto, revictimizado.


Vemos que olvidos como silencios coexisten, en tanto que el trauma, la emocionalidad y la subjetividad del testimonio son condiciones imprescindibles de las memorias, desde las cuales se pretende comprender, más que conocer de manera factual, cómo los individuos y las comunidades asumieron sucesos traumáticos, y por qué prefirieron dirigir su relato de un modo y no de otro. Estas experiencias, dentro de las que se inscribe lo que no se dice, son puestas en valor y en perspectiva histórica por el periodista investigador que, en este contexto, debe propiciar una expansión teórica, metodológica, narrativa, ética y política, como estrategias “para conocer a fondo los hechos del pasado de violencia política, comprenderlos y comunicarlos con la intención de evitar la repetición de las atrocidades, esto quiere decir, trabajar por la memoria” (Nieto y Hernández, 2020, p. 140).


Este compendio de lo que no se dice propuesto por Jelin pretende mostrar la valía que representan los olvidos y los silencios dentro de la investigación periodística y posteriormente en el relato final. Este ensayo busca señalar, en qué medida, los periodistas podemos encarar e interpretar estos silencios con el fin de profundizar en las capas que determinan las memorias. Esto es primordial si reconocemos que muchos periodistas solo encienden la grabadora y preguntan lo que creen necesario, moldeando desde un principio un relato que no se ha escrito y envolviendo lo que se escucha en prejuicios, creencias e impresiones primarias, impidiendo que la voz y lo que se omite exprese sus sentidos íntimos a través del testimonio, los hábitos, el lenguaje no verbal, los entornos, las cosas, etc. Por supuesto, no se trata de que el reportero haga un entrometido socavamiento de las memorias a través de insistencias o preguntas encubiertas. Esto porque, entre otras cosas, y según María Teresa Uribe:


El olvido y el silencio son condiciones a las cuales lleva también el miedo a la revictimización. Quienes han sido víctimas de las violencias y las guerras temen ser victimizados de nuevo: que no se conceda crédito alguno a sus palabras, que se piense que están mintiendo o exagerando, que se diga que si algo les pasó fue porque lo debían, que quieren desprestigiar al gobierno de turno o que detrás de sus historias se esconden tretas para conseguir algo, (2003, p.12).

Este miedo a la revictimización es el reflejo del poco valor que desde los gobiernos se les ha prestado a las víctimas del conflicto armado, quienes han tenido por muchos años como único recurso para sobrevivir la organización y el aislamiento. Este retraimiento ha sido en parte propiciado por los grandes medios de comunicación, transmisores de discursos invisibilizadores y de voces oficiales que una y otra vez se reivindican custodios del orden y la justicia.


¿Y las víctimas en el cubrimiento periodístico?

Hacer un breve recorrido histórico sobre los principales tópicos abordados por el periodismo nacional, con el fin de intentar hallar la figura de la víctima en el conflicto armado como portadora de memoria, permite comprobar cómo solo hasta principios del siglo XX este tema ocupó la atención del reportero. Una radiografía historiográfica al respecto es el libro A plomo herido. Una crónica del periodismo en Colombia (1880-1980), de la periodista y doctora en ciencias de la información Maryluz Vallejo Mejía.


En su texto, la autora hace un recorrido sobre los principales hechos históricos que fueron moldeando la concepción del periodismo nacional, en un marco explicativo que reconstruye los pormenores de una profesión íntimamente ligada al poder político, a la violencia, a la censura, a las corrientes literarias, a los modos de producción de los diarios y su afán de consolidar públicos, a las influencias extranjeras y las tecnologías.


Pero en ninguno de sus once capítulos, Vallejo adopta como tópico la imagen de la víctima como materia abordada por la prensa, y esto básicamente porque en el periodo que se ocupa de exponer, la atención de los periodistas y los medios no estaba allí, y el valor por el reconocimiento del testimonio de las víctimas no había adquirido el valor que luego se le daría. Esto no quiere decir que, durante los cien años analizados por la autora, las rotativas no publicaron sobre las víctimas. Sí lo hicieron, pero el tratamiento de sus tragedias tuvo por objeto mostrar los hechos como propios de un crimen, sin centrarse en el modo de cómo las víctimas asumieron su tragedia en un contexto que cargue de significado su pasado doloroso. Según Maryluz Vallejo, “los primeros investigadores encontraron su hábitat natural en la prensa sensacionalista y amarillista, dedicada a destapar escándalos”, (p. 200), idea diametralmente opuesta a la memoria.


A plomo herido arroja algunas pistas sobre el porqué de la ausencia de la víctima del conflicto en la prensa durante los primeros cincuenta años abordados. Entre ellos están los valores noticiosos y de estilo que cada diario tenía como prioridad. A su vez, en la segunda mitad del siglo XIX, los contenidos de los periódicos tenían por objeto transmitir pensamientos ideológicos, y los escritores de sus páginas desarrollaban notas cortas y su trabajo de estilo, de campo y de investigación respondían más a intereses políticos que informativos. Solo hasta finales de este periodo, con la aparición de El correo nacional en 1880, y El reporter en 1898, se aprecia un afán por entregar noticias cuya investigación se desplegaba, en lo posible, en los lugares de los hechos.


Vallejo afirma que “la crónica de sucesos –también llamada roja, judicial o de policía–, nació con el periodismo informativo a finales del siglo XIX, porque los hechos de sangre y las tragedias pasaron a ocupar un lugar destacado junto a la política y la literatura”, (p.224). La Colombia de aquellos años, que estaba compuesta por ciudades provincianas y una tradición incontenible de violencia política que desangraba el campo, tuvo uno de sus más altos picos durante la Guerra de los mil días (1899 - 1902), que agudizaría las rencillas entre liberales y conservadores. Este ambiente caldeado por el crimen, la divergencia de pensamiento, la pugna por el poder, la impunidad y la corrupción, conformaría el escenario para el reportero interesado por superar las barreras del encuadre noticioso, y adentrarse en la narrativa. Según Vallejo:


El género que cobró más fuerza en las primeras décadas del siglo XX en la prensa colombiana fue el de la crónica, quizá por su sintonía con las exigencias del periodismo moderno: novedad, rapidez, atracción, ligereza y profundidad. Y nos referimos a la crónica entendida como ejercicio de estilo, en la cual predomina la intención estética sobre la informativa o la analítica. El comentario breve, agudo, original y ameno acerca los vertiginosos cambios que se estaban produciendo en la sociedad, (p. 222).


Existieron grandes cronistas en esta primera mitad del siglo XX. Gracias a compilaciones posteriores, es posible apreciar la valía de sus trabajos en el campo de la narrativa periodística. Los críticos coinciden en que uno de los mayores exponentes de la crónica roja fue Felipe González Toledo (1911 - 1991). González Toledo, apreciado por García Márquez, quien lo llamó el padre de la crónica roja, comenzó su carrera en los años 30, y se ganaría un lugar destacado al convertirse en reportero de El Espectador y, posteriormente, en codirector del semanario Sucesos, dedicado a la crónica. En 1994, tres años después de su muerte, apareció el libro 20 crónicas policíacas: las memorias de un gran reportero sobre medio siglo de crímenes en Bogotá.


Otro libro que permite apreciar el estilo de las crónicas sobre crímenes de mediados del siglo XX es Selección de Sucesos: Locura e intriga en el asesinato y proceso de Jorge Eliécer Gaitán. Esta obra es una recopilación de algunas de las mejores crónicas judiciales y policiacas aparecidas en Sucesos entre los años 1956 y 1962. Allí están las plumas de Gabriel García Márquez, Guillermo Cano, Juan Lozano, Carlos Villar y Plinio Apuleyo, entre otros.


A mediados del siglo XX, en Medellín también hubo un gran cronista, Alfonso Upegui Orozco, más conocido por el apelativo de ‘Don Upo’. Sobre Upegui, el escritor y periodista Óscar Collazos, afirmó que, “Alfonso Upegui, don Upo, escribió entre 1930 y 1972 las más sabrosas crónicas rojas que recuerde el periodismo de Medellín y de Colombia, si es que todavía se recuerda lo que se escribió en los periódicos cuando el crimen era el arrebato de las pasiones humanas y no una perversión de las pasiones ideológicas..." (Otra Parte, 2017). Un libro que recopila algunas de sus mejores crónicas son Ya te maté, bien mío ahora, qué será mi vida sin ti, Crónicas Judiciales de Don Upo, (2016).


Y así se podría seguir recorriendo, por ejemplo, los dos tomos de la Antología de grandes crónicas colombianas, realizados por el periodista y escritor Daniel Samper, que van desde 1529 hasta el 2007. En sus páginas se leen historias sobre viajes, descubrimientos, reinas, el conflicto armado, ciclismo, guerrillas, famosos asesinatos, la vida bandolera, fantasmas, incendios, moda, tomas guerrilleras, tragedias naturales, atentados, toreros, cementerios, paramilitarismo, indígenas, etc. En el prólogo del segundo tomo, Samper afirma que, “me parece, si acaso, que cada vez es más reconocida la influencia del montaje cinematográfico en la narrativa moderna, incluidos el reportaje y la crónica, y que la frontera entre los géneros tiende a difuminarse, más que a consolidarse”, (p.17).


El periodo de La Violencia en Colombia, que se agudizó con la muerte de Gaitán, también ha sido narrado no solo por el periodismo, sino también desde las ciencias sociales. Un ejemplo del primero es Violencia en el Tolima, ríos de sangre, muerte y desolación, del periodista tolimense Víctor Prado Delgado. En este texto reconstruye cómo el deseo de la tenencia de la tierra en este departamento despertó una violencia caracterizada por su crueldad y odio. Por su parte, está el estudio Bandoleros, gamonales y campesinos, de los investigadores Donny Meertens y Gonzalo Sánchez. Allí, estos dos académicos estudiosos del conflicto armado brindan perspectivas históricas para comprender la composición social de las zonas cafeteras y cómo el bandolerismo impuso una forma de concebir las relaciones sociales. Un texto especialmente interesante y que ya ha sido citado, es Hilando Fino, voces femeninas de la violencia, de la antropóloga María Victoria Uribe. En este estudio la autora logra entrevistar a mujeres octogenarias con un fin de memoria, esto es, conocer como ellas, las víctimas, recuerdan, vivieron y afrontaron la violencia.


En los últimos 30 años, los periodistas siguieron interesándose por el fenómeno de la guerra y sus consecuencias y raíces, pero la memoria de la víctima, su relato contado desde la sensibilidad de su recuerdo en clave de qué tanto dice del presente, no se daría sino con fuerza hasta principios del siglo XXI. Algunos de los libros más destacados de la década de los 90 y que trataron la violencia en varias de sus dimensiones, fueron Crónicas que matan (1992), de María Jimena Duzán, una recopilación de crónicas de algunos sucesos que marcaron la historia del país en los años 80, cuando el narcotráfico comenzaba a ocupar un espacio decisivo en los arbitrajes del país. Otro reportaje es El oro y la sangre (1994), de Juan José Hoyos, sobre las vicisitudes amargas de una comunidad indígena que descubre una mina de oro en su territorio. Y algunas de las crónicas más destacadas y esclarecedoras sobre el conflicto están escritas por Alfredo Molano, siendo algunos de sus libros, Aguas arriba: entre la coca y el oro (1990), Trochas y fusiles (1994), y, Ahí le dejo esos fierros (2009). Los libros de Molano, particularmente, giran en torno a narrar el surgimiento de las guerrillas desde las entrañas del campesinado en su lucha por la tierra. Otro tema que ocuparía la atención de los periodistas es el paramilitarismo, siendo el libro Guerras recicladas (2014), de María Teresa Ronderos, uno de los más esclarecedores frente a este fenómeno.


Por otra parte, una gran cantidad de víctimas, debido al desplazamiento y la amenaza, terminaron ocupando precarias viviendas en las grandes ciudades, como Medellín. Ellas fueron testigos y protagonistas de la crueldad de la guerra en la ruralidad, y también han aportado su memoria, en la medida en que reporteros, investigadores sociales y entidades han querido abordar sus recuerdos. La periodista y docente de la Universidad de Antioquia, Patricia Nieto, es la compiladora y editora de algunos de estos testimonios que fueron recogidos en los libros, Jamás olvidaré tu nombre (2006), El cielo no me abandona (2007), y Donde pisé aún crece la hierba (2010).


Las memorias de las víctimas del conflicto urbano también han sido abordadas. Entre los libros de crónicas a destacar está: Comuna 13. Crónica de una guerra urbana: De Orión a la Escombrera (2005), del destacado periodista Ricardo Aricapa. Allí el reportero tras un amplio trabajo de campo e investigación cuenta no solo los avatares que significó la incursión militar y paramilitar a esta comuna de Medellín, con el fin de repeler las milicias guerrilleras, sino también las felicidades, los sueños y las frustraciones de sus protagonistas.


Los reporteros, en su trabajo de cubrimiento de este tipo de sucesos, también han sido víctimas de los actores armados, legales e ilegales. La Fundación para la Libertad de Prensa, Flip, lleva un recuento sistematizado en su página web de los periodistas que han sido asesinados por causas asociadas a su oficio; a la fecha (4 de diciembre del 2022) van 164. El recuento comienza el 12 de octubre de 1938, con el asesinato del periodista Eudoro Galarza Ossa, en la ciudad de Manizales, por parte de un oficial de la policía. Las razones de su muerte se debieron a sus denuncias sobre los malos tratos que un oficial daba a su tropa. La lista finaliza el 16 de octubre del 2022, con el asesinato en el municipio de Montelívano, Córdoba, de Rafael Emiro Moreno. El reportero, director del medio radial Voces de Córdoba, y que ya había sido amenazado de muerte en el 2019, llevaba investigaciones relacionadas con actos de corrupción en varios municipios del departamento. Rafael Emiro estaba en un local de su propiedad cuando fue atacado por dos hombres. Durante 1990 fueron asesinados cinco reporteros; durante 1991 fueron 11; en 1992 fueron tres; en 1993 fueron seis; en 1994 fueron cuatro; en 1995 fueron cuatro también; en 1996 fueron dos; en 1997 fueron seis; en 1998 fueron cuatro; en 1999 fueron siete; en el 2000 fueron ocho; en el 2001 fueron nueve; en el 2002 fueron diez; en el 2003 fueron siete los periodistas asesinados; en el 2004 fueron tres; en el 2005 fueron dos; en el 2006 fueron tres; y entre el 2007 y octubre del 2022, fueron asesinados 22 periodistas.  


Según se puede deducir de las reseñas que acompañan cada víctima, gran parte de ellas recibieron amenazas de muerte antes de ser consumada la advertencia, y sus muertes se dieron en el marco de investigaciones de corrupción y abusos de poder donde los principales sospechosos eran políticos y grupos armados tanto legales como ilegales. La amenaza como repertorio de la violencia política es una constante dentro de las actividades periodísticas, y tiene como propósito disuadir al reportero de continuar con sus indagaciones y denuncias.
Frente al asedio y a la amenaza en medio de la profesión, el periodista e investigador Carlos Mario Correa, y el filósofo y especialista en periodismo investigativo Marco Antonio Mejía, escribieron el libro testimonial Las llaves del periódico, (2009). En él se narra el quehacer periodístico y las consecuencias trágicas que trajo consigo la persecución del Cartel de Medellín en contra del periódico El Espectador, diario que estuvo denunciando los estamentos de corrupción que el narcotráfico edificó en los círculos sociales más importantes del país. Allí la memoria de ambos escritores está presente.


Frente a su labor como reportero y el cubrimiento de la tragedia de las víctimas, el hoy docente Carlos Mario Correa manifestó en una entrevista que:


“Por miedo es que las víctimas guardaron silencio y los periodistas publicamos muy poco sobre ellas; publicamos generalidades de los hechos y no nos detuvimos en la víctima o en las víctimas con nombre propio, dolor propio y situación social propia, con relato, como se piensa hoy con la memoria. Yo creo que los periodistas de los 90, que éramos periodistas de a pie y de choque de cubrimiento in situ, con grabadora, libreta de apuntes y fotógrafo, éramos de inmediatez, recogíamos testimonios aleatoriamente, no muy detenidamente y con base a la observación directa de los hechos violentos reconstruíamos lo sucedido. Yo diría que en los 90 y hasta entrado el siglo XXI hicimos un periodismo así”, (C. Correa, comunicación personal, 17 de noviembre de 2021).

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Referencias:

1. En Aportes teóricos y metodológicos para la valoración de los daños causados por la violencia, el CNMH aclara que: “El conflicto de larga data posibilita la coexistencia de personas victimizadas en distintos periodos, es decir, varias generaciones violentadas, inscritas en diferentes temporalidad es del conflicto. Esto incide en el proceso de elaboración de sus experiencias y demandas, y puede producir “una cadena de odios y retaliaciones que se mantienen y reproducen por generaciones, ante la ausencia de una justicia mediadora que castigue a los culpables y repare a las víctimas””, (p.50).

2. En el texto Recordar y narrar el conflicto, del Centro Nacional de Memoria Histórica, se hace referencia a que: “Frente a los horrores vividos, muchas de las víctimas aíslan recuerdos específicos; otras producen “bloqueos” psicológicos o inconscientes de los hechos traumáticos de la violencia vivida. Muchas recuerdan con claridad lo que les ha sucedido e incluso lo llegan a comentar con sus seres allegados, pero deciden guardar silencio frente a extraños porque no quieren recordar ni sumirse de nuevo en el sufrimiento, en el sentimiento de vergüenza o de enojo”, (p.40).

3. El estigma opera como justificativo de las acciones de los armados, por ello, para las víctimas resulta relevante que los procesos de justicia y de reparación impliquen “limpiar” y dignificar el nombre de sus familiares, (p.32).

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