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Los tentáculos de la violencia política

Ocupábamos una mesa desde donde lográbamos ver el movimiento de una serie de jóvenes rebeldes, que se habían apoderado de los bajos del edificio del Parque de los Deseos en Medellín, conocido ahora como Parque de la Resistencia. Los protestantes, molestos con las políticas del presidente Iván Duque, habían levantado carpas y encendían leña en la calle aledaña para las comitivas que venían haciendo desde hacía meses.

 

Yo entrevistaba a Carlos Oliveros, un médico guajiro que había sido líder estudiantil de la Universidad de Antioquia en los años 90, y que fue amenazado por paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en el mismo panfleto en el que, el 26 de junio de 1999, sindicaron al estudiante de filosofía Gustavo Marulanda como un agente del ELN.


Sentados en una cafetería, escuchaba el testimonio de Carlos cuando a pocos metros sonaron dos disparos seguidos de una algarabía. Nos volvimos a mirar y captamos el momento en el que dos hombres forcejeaban en medio del tráfico de la calle. De pronto, uno de ellos con su overol azul rasgado por el hombro derecho se marginó de la escena con una pistola en la mano. Con nerviosa dificultad, abrió la puerta de una ambulancia estacionada a cinco metros de donde estábamos. El otro, de camiseta azul y con los ojos inyectados de ira, gritaba a tres pasos del hombre armado, “!Sonala pues hijueputa, sonala policía de mierda!”, mientras la ambulancia comenzó a ser bombardeada con piedras. Alcancé a tomar una fotografía antes de que el carro arrancara y virara hacia nuestra derecha para perderse de vista. Era el sábado 12 de marzo de 2021, y el reloj marcaba 10:11 a.m.


Habíamos sido testigos de un hecho que se ha repetido en este país desde el siglo XIX. Los rumores de que la inteligencia de la policía encubría personas para hacer vigilancia de este lugar, ahora se nos presentaban como ciertos. Y el hecho de que las autoridades hubieran utilizado una ambulancia para invisibilizar el espionaje, y a un hombre armado, nos hizo comprender de nuevo las artimañas de las que se vale el estamento para mantener vigilancia de los inconformes con el gobierno de turno.

 

Atestiguaba uno de los ejes centrales del propósito de mi entrevista con Carlos: conocer cómo la violencia con fines políticos se había materializado en contra de estudiantes de la UdeA, cómo los había afectado en sus vidas y qué posibilidades existían de reconstruir periodísticamente sus memorias.


Este ensayo tiene por objeto explorar cómo los periodistas pueden acercarse y tratar, entre otras cosas, eso que no dicen los personajes y que tiene su origen en hechos disruptivos producto del conflicto armado. Hablamos de periodismo para interpretar y rehacer lo que no se dice, desde donde la memoria manifiesta su calidad mediadora y transformadora.

 

Como categorías a explorar reflexionaré sobre violencia política en Colombia, sobre la memoria y su vínculo con las víctimas de tal violencia; sobre el miedo, el olvido y el silencio; y el reconocimiento de la memoria como campo de trabajo del periodismo narrativo. Finalmente, centraré esfuerzos por sintetizar algunos de los principales aspectos que el reportero podría tener en cuenta al momento del trabajo de campo y la escritura.


Los tentáculos de la violencia política

Dimensionar la violencia política del país no es un asunto menor, y esto me recuerda a los documentalistas Marta Rodríguez y Jorge Silva. Juntos registraron con sencillez y justicia poética algunos procesos sociales de los años 70 y 80, cuyos ecos retumban en la actualidad: la lucha del campesino por la tierra, la explotación laboral, la miseria de los barrios suburbanos de Bogotá, el movimiento de resistencia indígena despojada de su territorio, y, por supuesto, la peligrosa persecución vivida por opositores al gobierno. Su sed de denunciar y de narrar la inequidad social y la violencia los convirtió en protagonistas de un drama cifrado bajo la sombra de la amenaza y la persecución estatal.

 

En el documental político de Juan Jacobo del Castillo, El film justifica los medios, Marta1 devela lo que fue el sentido de su mirada crítica y disidente, opuesta al cine hegemónico de la época. Cuenta también detalles de la angustia que vivió por las agresiones contra su trabajo. Asomarse a la realidad contada de sus películas, de sus personajes, es ver en conjunto los síntomas resultantes de una desigualdad congénita, producto del someter de los más poderosos.


Mencionar el ejemplar caso de Marta (1)  y Jorge me da pie a comprobar que la violencia política se filtra en todos los ámbitos, como una luz agresora proyectada desde la incomodidad del que quiere que no se conozcan algunas realidades. La antropóloga e historiadora María Victoria Uribe, en su libro Hilando fino, voces femeninas de La Violencia, se acerca y analiza esta realidad. Allí expone los testimonios de mujeres víctimas (2)  que sobrepasan los 70 años y que narran sus penurias cuando eran niñas, en una época en la que liberales y conservadores trenzaron con intensidad una guerra a muerte.

 

Esta confrontación se dio luego del asesinato del político liberal Jorge Eliecer Gaitán, ocurrido el 9 de abril de 1948, y que abrió un capítulo de la historia de Colombia llamado La Violencia. María Victoria, entre otras cosas, muestra en su libro cómo el asesinato de líderes ha sido una herramienta de la violencia política, y es “una práctica que se ha venido repitiendo desde el siglo XIX, a lo largo del siglo XX y en los albores del siglo XXI, y por medio de la cual se han silenciado para siempre las voces de miles de personas que han disentido en el régimen político y el estado de las cosas”, (Uribe, 2015, p. 58).

 

Uno de los propósitos de la violencia política es someter al otro al miedo, invalidarlo de su actuar mental y físico, y a su vez, anularlo como sujeto político (3). Esta búsqueda de silenciamiento generó también movimientos de resistencia, cuyo desbordamiento el Estado no pudo más que seguir subyugando, creando una espiral ascendente de violencia en la que se han engendrado guerrillas, paramilitares, grupos narcotraficantes y bandas sin principios que trabajan por conveniencia o a través de acuerdos con los ya nombrados.


Los paramilitares, por ejemplo, poseen algunas de las cifras más escalofriantes de las últimas décadas. Solo el Bloque Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que operó en el suroccidente del país, fue responsable de 119 masacres entre 1999 y 2004, y de 3400 hechos de desplazamiento forzado individual y colectivo. Los datos son del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH, 2018), organismo que ha documentado cómo las AUC fueron iniciativas de clanes políticos, familias y empresas con enorme poder financiero y político.

 

Refrendar la patria para ellos significó detener la avanzada de fuerzas alternativas, como sucedió con la Unión Patriótica (4), sin importar las consecuencias que hoy apenas comenzamos a dimensionar. La bala asesina, y en general, toda forma de agresión, “lleva un mensaje político dirigido a la víctima y a quien piense como ella”, asegura el filósofo español Manuel Reyes Mate, quien agrega a renglón seguido que “el proyecto de muerte da a entender que en el futuro por el que los matones matan no hay lugar para alguien como la víctima”, (Mate, 2015, p. 7 y 8). Los llamados paramilitares o ejércitos privados operaron como una extensión de la opresión de quienes ostentaban el poder. Lo que da para concluir, en parte, que tal sistema paramilitar no fue más que una conversión de actores para encubrir una violencia con fines políticos que sobrepasó toda lógica de humanidad, y que dejó un trauma (5) en campesinos, indígenas y afrodescendientes que apenas si estamos comprendiendo.


María Victoria Uribe en su libro abre un crisol interpretativo que aborda también el trauma  continuado por la guerra. La antropóloga insiste en que el periodo conocido como La Violencia (1948 - 1958), “a pesar de sus dimensiones y de las atrocidades cometidas, se trata de un vacío de humanidad muy profundo que encierra memorias en ruinas, sepultadas bajo inmensas capas de desmemoria y olvido”, (p.59).


Estas capas de olvido son producto, entre otras cosas, de las formas de los repertorios de violencia utilizados por el Estado y diferentes grupos ilegales. En las últimas décadas estos repertorios adquirieron métodos que dificultan la investigación judicial. Erik Arellana es un investigador de la desaparición forzada; su madre era militante del M-19 cuando agentes del Estado la desaparecieron en agosto de 1987. Según Arellana, la impunidad sobre el crimen de desaparición es tan alta que de los 80 mil casos de desaparecidos reportados al 2018 en Colombia, solo 7 mil 700 casos fueron investigados. De estos, solo 337 tuvieron una sentencia condenatoria. “Lo que quiere decir que hay un 99,5 por ciento de impunidad”, (Peña, 2019), afirmó el investigador en una entrevista al proyecto Hacemos Memoria (6).


Vemos como la impunidad y la ineficiencia del aparato judicial aceitan el mecanismo que perpetua la violencia política. El investigador colombiano de memoria histórica y miembro del Instituto Hemisférico de Performance y Política (Nueva York), Paolo Vignolo, afirma en su ensayo La memoria como horizonte de lo posible que, “no sorprende que los victimarios hayan aprendido a operar según modalidades que no impacten demasiado los registros cuantitativos: «Que parezca un accidente», es ahora el lema de la violencia política colombiana”, (Vignolo, 2015). Y añade que:


…lo que ha marcado la vida cotidiana de generaciones de colombianos es una violencia hecha sistema, una desigualdad obscena y una impunidad generalizada, cuya cifra peculiar no es la alteración de un supuesto «orden público» sino, por el contrario, un desorden estructural que altera el vivir común y amenaza la vida misma, (2015).


En esta misma línea y para precisar, el Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep), entidad que promueve el desarrollo de la equidad social por medio de la investigación del conflicto, en su Marco conceptual entiende por violencia política:


… aquella ejercida como medio de lucha político-social, ya sea con el fin de mantener, modificar, sustituir o destruir un modelo de Estado o de sociedad, o también con el fin de destruir o reprimir a un grupo humano con identidad dentro de la sociedad por su afinidad social, política, gremial, étnica, racial, religiosa, cultural o ideológica, esté o no organizado, (Cinep, 2017, p.14).


El Cinep añade que este tipo de violencia puede ser ejercida de tres modos: primero, por agentes del Estado o por particulares que actúan con su respaldo; segundo, por grupos insurgentes que combaten contra el Estado o contra el orden social vigente; y tercero, por grupos o personas ajenas al Estado y a la insurgencia, pero impulsados por motivaciones ideológico-políticas que los llevan a actuar en contra de quienes tienen otras posiciones o identidades, (p.14).


La violencia política surge entonces cuando la estabilidad del poder entra en riesgo en sociedades donde la diferencia de pensamiento es resuelta a través de mecanismos que atentan contra la integridad mental y física, la mayoría de las veces, de los más vulnerables. En consecuencia, estos tipos de ejercicios de lucha se dan por la despolitización de los reclamos y las peticiones de un grupo de la población, que no encuentra representación entre los que ostentan el poder.

 

Marta Rodríguez en sus documentales buscó exponer esta problemática, la oculta al gran público: les extendió el micrófono a las víctimas de la violencia y la desigualdad, escuchó sus dolores y subió los decibeles para hacer audible aquello que denigran en la intimidad. En este camino Marta también se convirtió en una víctima, al igual que Jorge Silva, entre muchos otros. María Victoria Uribe hace lo propio, nos expone las memorias de una violencia política que solo es posible conocer a través del testimonio de los dolientes que vivieron la crueldad inherente de la guerra, y que les empujó a situaciones desesperadas que siguieron habitando en sus mentes por años sin que nadie se interesara en ellas.


Así pues, cuando Carlos y yo levantamos los ojos al escuchar los dos disparos y vimos la escena al principio narrada, fuimos testigos de una de las muchas formas del repertorio de violencia política, en este caso, en contra de jóvenes universitarios y líderes barriales, inconformes con la forma de gobernar del presidente Iván Duque. Los protestantes, desde hacía meses, se manifestaban en contra de las políticas de Duque, quien propuso una subida de precios en productos de la canasta familiar, lo que desató una ola de protestas en todo el país que fueron reprimidas violentamente (7). 


El experto en derechos humanos y conflicto, el docente de la Universidad de Antioquia, Leyder Perdomo, para referirse a esta expresión de la violencia política, utiliza la expresión “legalismo perverso”, (Peña, 2021) con el fin de referirse a la fuerza represora que ha adoptado el sistema judicial y la fuerza pública para controlar, reprimir y castigar la protesta social, limitando un derecho y criminalizando una acción legítima de inconformismo, de protesta ante la inestabilidad creada por una realidad social excluyente, selectiva y violenta.


Podemos apreciar cómo el conflicto armado de carácter eminentemente político golpeó inicialmente en el campo, luego se trasladó a las ciudades (8), y posteriormente a las instituciones, siendo una de sus últimas víctimas las universidades (9). El hecho de que estos centros de estudio y pensamiento crítico fueran tomados por grupos ilegales, muestra su importancia estratégica dentro de intereses ideológicos y militares.

 

Para la muestra un botón: solo en 1987, en la UdeA, paramilitares asesinaron a 17 profesores y estudiantes vinculados a comités de Derechos Humanos, a la Unión Patriótica y la Juventud Comunista. En 1996 apareció un grupo paramilitar cuyo accionar se concentró en este claustro, las Autodefensas de la Universidad de Antioquia, AUdeA. Sus actos, como los de otros grupos ilegales, desataron una ola de asesinatos, desapariciones, acusaciones, encarcelamientos, violencia sexual y abusos de poder. La comunidad universitaria, entre estudiantes, profesores y trabajadores, puso la mayoría de las víctimas. Algunos de los afectados, como Carlos Oliveros, optaron por huir para salvar sus vidas.

***

Referencias:


1. Los documentales políticos de Marta Rodríguez, hoy de 88 años, son piezas de culto entre los cinéfilos y estudiosos de la historia audiovisual del país. Sus películas son una ventana a la violencia política, a la desigualda años 70 y 80. Algunas de sus películas son: Chircales, Nuestra voz de tierra, memoria y futuro, Nacer de nuevo.


2. En el documento del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), Aportes teóricos y metodológicos para la valoración de los daños causados por la violencia, explica que “el Código de procedimiento penal colombiano entiende a las víctimas como “las personas naturales o jurídicas y demás sujetos de derechos que individual o colectivamente hayan sufrido algún daño directo como consecuencia del injusto”. Al decir del juez Sergio García Ramírez, una noción más amplia de víctima incluiría tanto “al mismo ofendido como cualesquiera otras personas que sufren —pero no a título de sujeto pasivo del ilícito— las consecuencias dañosas generadas por el delito: así los familiares o dependencias económicas de ambos sujetos, activo y pasivo”. (p.22)


3. En Recordar y narrar el conflicto, texto del CNMH, se recuerda que, “Por otra parte, esta exclusión política dejó su huella en la elaboración de relatos sobre la historia nacional que se oficializaron en textos escolares, museos, monumentos y fechas conmemorativas. En estos relatos épicos, los gestores de la historia se asociaron a figuras heroicas asumidas como los “grandes padres de la patria”, los hombres blancos de letras o de armas, en su mayoría propietarios”. (p.29) 

4. Según la investigación Todo pasó ante nuestros ojos, del CNMH: “Uno de los hechos más graves para la historia del conflicto en Colombia es el exterminio que sufrió el partido Unión Patriótica según la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Entre 1985 y 1993 fueron asesinados 1.163 integrantes y desaparecidos otros 123, la mayoría eran hombres”.


5. Los daños psíquicos y emocionales, según el CNMH, en su libro Aportes teóricos y metodológicos para la valoración de los daños causados por la violencia: “Estos daños hacen alusión a las lesiones y modificaciones que sufren las víctimas en sus emociones, pensamientos y conductas ante hechos extremos o de carácter traumático. Se refieren también a la imposibilidad de afrontar el evento violento y sus efectos, así como a la dificultad de generar procesos que podrían dar continuidad a sus vidas (decidir por sí mismas, relacionarse con los otros, fijarse metas y proyectos)”, (p.33).


6. Hacemos Memoria es un proyecto de la Universidad de Antioquia que investiga, discute y propone un diálogo público sobre el conflicto armado y las graves violaciones a los Derechos Humanos ocurridas en Colombia. Desde el 2014 aporta a la construcción de memorias desde la perspectiva del periodismo por medio de asesorías a medios de comunicación, formación universitaria, debates públicos, producción periodística e investigación académica.


7. El Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) reveló el balance que arrojó el paro nacional que se dio entre el 28 de abril del 2021 y el 15 de julio del mismo año. De 83 homicidios reportados, 44 presuntamente fueron cometidos por miembros de la fuerza pública. Se registran, igualmente, 96 víctimas que perdieron por disparos alguno de sus ojos. 8 Las guerrillas en Colombia surgieron en la primera mitad del siglo XX, como una expresión de autodefensa frente a la persecución del Estado contra los sistemas organizativos del campesinado, con marcada tendencia comunista, siendo el Tolima su epicentro. Posteriormente, en los años 90, células ideológicas y militares comenzaron a ocupar las periferias de las ciudades más importantes del país. Estas estructuras fueron atacadas por paramilitares y fuerza pública. La participación de estas milicias se trasladaría a las universidades públicas, que a su vez fueron captadas por fuerzas de extrema derecha.


9. En la actualidad son cuatro las universidades públicas reconocidas como ‘sujeto de reparación colectiva’ por parte de la Unidad de Víctimas, debido al daño que sufrieron durante la arremetida paramilitar, que incluso coaptó sus recursos. Ellas son, la Universidad del Atlántico, la Universidad Popular del Cesar, la Universidad de Córdoba y la Universidad del Magdalena. Sin embargo, estos procesos han andado lentamente, por una falta de compromiso no solo del gobierno sino, incluso, en algunos casos, de las mismas directivas de los claustros, como ocurre en la U. de Córdoba, caso ampliamente denunciado por la mesa de las víctimas de la institución.

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