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"Cuando mataron a Marulanda"

"la Universidad la cerraron una semana"

"y cuando volví, la ví tan triste"

"como en una película"

"un lugar muy bello y solitario"

"sin dejar de ser melancólico"

"todo estaba gris, triste"

"como si los arboles lloraran"

Cuando entré a la universidad tenía 22 años, era marzo de 1994. Ingresé a la carrera de Licenciatura en Educación Primaria. Por aquel entonces, vivía en el Doce de Octubre, barrio que ha estado dominado por bandas criminales en disputa con otras del municipio de Bello.

 

Por ese tiempo me tocaron esos tiroteos que me remitían a los años de mi adolescencia, cuando vivía en el barrio Manrique Central, donde los pelados eran sicarios pagados por el Cartel de Medellín, es decir, por Pablo Escobar. Era un barrio, como lo es aún, muy popular, con carencias y ruidoso. Allí se dieron muchos desplazamientos a sus gentes por causa de la violencia y la falta de oportunidades.

 

Por el tiempo en que entré a la universidad, laboraba en la panadería Pastelitos, en el barrio El Poblado.

Poco antes de terminar mi primer semestre, tuve a mi hijo el 31 de julio de 1994. Días después me tocó presentar un parcial de psicología, que, de no hacerlo, me hubiera tocado esperar otros seis meses para retomar mi proceso de formación.

 

Así, recién había dado a luz, iba a clases, saliendo lo más pronto posible hacia la casa para amamantar a mi hijo, que cuidaban mi mamá y mi hermano. Como tenía nuevas responsabilidades económicas a veces trabajaba en cafeterías los fines de semana.

 

Tenía tres jornadas intensas al día: atendía a mi hijo, trabajaba y estudiaba. Creo que por esto es que no tengo muchos recuerdos de esos primeros semestres. Recuerdo los tropeles, y en los pasillos era muy cotidiano hablar sobre los estudiantes desaparecidos y asesinados.

En 1995, me presenté a una convocatoria en el departamento de educación infantil como monitora. Plaza que pude obtener por buen promedio académico y la sostuve hasta graduarme. Como monitora realizaba funciones de mensajería, llevaba papeles de un lugar a otro y colaboraba a los profesores en lo que necesitaran. Esto me permitió ir conociendo a todos los funcionarios y docentes de mi facultad y la universidad, e irme involucrando y conociendo las corrientes políticas que agitaban las asambleas.

Recuerdo que, por allá en el tercer semestre, en uno de los cursos, planearon un viaje al Nevado del Ruiz. Como carecía de recursos, inicié un emprendimiento con una de mis compañeras y vendimos arroz con leche para sufragar los gastos del viaje.

 

Como este emprendimiento nos dio resultado, continuamos con él, e igualmente, vendía torticas y marrocos. Los marrocos eran ciruelas rellenas de maní con arequipe y cubiertas con chocolate. Es por eso que algunos compañeros de aquella época aún me llaman Marroco. Por aquí comenzó, de forma incipiente, mi postura en favor de las ventas ambulantes de estudiantes como forma de sustento.

Por otro lado, fueron varios los factores que me involucraron en el movimiento estudiantil, especialmente aquellos que se daban en la Facultad de Educación. Desempeñarme como monitora me permitía, a la vez, estar casi que todo el día dentro de la universidad. Por eso me fui involucrando en los problemas estudiantiles.

 

Creo que lo que me impulsó definitivamente a tomar cierta vocería mayor fue un proyecto que presentaron algunas profesoras de la facultad, quienes querían imponernos un modelo que había sido un fracaso, dizque el Seminario Alemán, basado en una práctica pedagógica a la que, en nuestro contexto, no le veíamos ni pies ni cabeza.

 

En una primera asamblea de facultad, en la discusión sobre este seminario que nos querían imponer, les dijimos a las profesoras proponentes que, si eran tan creativas, por qué nos querían someter a un modelo obsoleto, que no había servido ni en Alemania.

A raíz de este hecho, comenzó a crecer un movimiento llamado el Cefe, que era el Consejo Estudiantil de la Facultad de Educación. Aunque éramos el movimiento y liderábamos las asambleas y diversas actividades, siempre dejamos en claro que el Cefe se encargaría concretamente de problemáticas de la facultad, pero nos fue imposible no integrarnos a las dinámicas de la asamblea general.

Las problemáticas nuestras eran los procesos de acreditación, los cambios de programas, la autonomía universitaria, las matrículas y algunas decisiones administrativas.

 

Recuerdo particularmente dos luchas: protestar por los procesos de privatización de espacios de la universidad, como el Teatro Camilo Torres y la piscina, que la administración quería entregar a privados, con el fin de recolectar recursos y llenar el hueco fiscal que estaba ahogando las finanzas de la universidad.

 

La segunda lucha fue por los árboles de la ciudadela, especialmente los más grandes y hermosos, que de un momento a otro desaparecían, como estaba pasando con los estudiantes y los profesores. La zona verde junto al bloque de artes, y el sector de El Aeropuerto, eran áreas casi que boscosas.

 

La administración tenía sus razones, nosotros, el grupo de protección ambiental, las nuestras. Y preciso, lo que antes eran zonas verdes, hoy son parqueaderos.

Igualmente, noté que mis compañeros de facultad tenían posturas muy claras, muy coherentes en sus discursos y de ellos aprendía. Era gente que estudiaba, con una conciencia social muy cohesionada.

 

También pensaba en mi hijo, pues como iban las cosas terminarían privatizando toda la universidad. Eso me hizo tomar conciencia. La universidad le abre a uno los ojos en lo político. Por eso desde que me gradué en julio del 2000, y soy docente de primaria, procuro motivar a los niños a estudiar, a que sean críticos, reflexivos y proponentes con las problemáticas de sus barrios. Lo hago porque sé que muchos de ellos, tendrán dificultades al ingresar a la universidad.

Del mismo modo, las luchas causaron persecución tanto a los estudiantes, como a algunos de los profesores, por parte de los directivos. Esto era un secreto a voces. Todo empezó con el decano Rafael Flórez, que de palabra era peyorativo frente a los estudiantes, quienes éramos los que más protestábamos y reclamábamos los derechos fundamentales violentados en la universidad.

Lo que sí hizo Flórez, fue facilitarnos los materiales e insumos necesarios para las actividades del Cefe. A raíz de la lucha emprendida por el movimiento, la universidad movilizó de alguna forma que desconocemos, la renuncia de este decano, quien fue sustituido por una nueva postulación con propuestas más afines a las necesidades de la comunidad estudiantil. El profesor elegido fue Queipo Franco Timaná Velásquez, a quien respetábamos mucho, este contaba con una bella experiencia de docente rural en el Cauca.

Como movimiento apoyamos al profesor Queipo por su coherencia y su apoyo casi que incondicional con los reclamos estudiantiles.

 

Su posesión como decano se hizo en un auditorio en el piso alto del museo. Para ese día yo había redactado una carta que quería leer en la ceremonia. Le dije a la encargada del protocolo que si por favor la leía, y ella respondió que no estaba permitido. “Muy fácil –le dije-, si usted no la lee, la leo yo”. La carta mostraba el apoyo de una gran parte de los estudiantes, a la vez que le advertíamos que no perdonaríamos ninguna falta. Recuerdo que el profe Queipo estaba feliz, sonriente. Yo creo que ha sido la primera vez en la historia de la universidad que un movimiento estudiantil entra a la posesión de un decano para apoyarlo. Y fue muy buen decano: nos ayudó con la gestión de recursos necesarios para la comunidad estudiantil y su movimiento.

 

No se me olvida que incluso después de que mataron a Gustavo Marulanda, no permitió que pintaran de un solo color las paredes de la facultad, pues la administración quiso borrar nuestras consignas y dibujos.


A la par con mi participación en el movimiento, también me desempeñaba como monitora y realizaba ventas ambulantes. En ese entonces el difunto Atehortúa, jefe de seguridad de la universidad, comenzó a perseguir también a los estudiantes que vendíamos cosas para sostenernos. Él no permitía esta actividad, pero lo ignorábamos continuando con nuestras ventas. Eso provocó que se diera una carrera de estigmatización y hasta nos prohibieron el ingreso a la universidad. El discurso que se utilizó fue que éramos terroristas.

Me acuerdo de que me acusaron ante altos administrativos, a raíz de una discusión que días antes había tenido con Atehortúa en un pasillo. Me dijo que me saliera de la universidad, que la universidad no era un mercado. Como no me quise ir, me amenazó, me dijo que me iba a arrepentir de eso, y el arrepentirme fue que cuando hubo una protesta de venteros, en Barranquilla, me acusó de la entrada de unos supuestos terroristas. Ese día no estuve en la protesta, porque como era monitora de Educación Infantil, mientras estuviera en horario laboral no me involucraba en nada. Esa fue la condición que me pusieron cuando me contrataron, y si algo me hacía falta era la plata.

Al momento de las protestas, mi jefe me había enviado al Palacio de Cultura a llevar unos documentos. La queja llegó a la decanatura. El decano Timaná me dijo: “Venga que necesitamos preguntarle algo”. La reunión fue también con mi jefe y el vicedecano. El decano indagó si era verdad lo que estaba diciendo Atehortúa. Mi jefe me defendió: “Qué pena, ese día Juana estaba a la hora de las protestas en el Palacio”. Después de eso Atehortúa no volvió a molestarme.

Otro acoso que viví fue por parte de María, no me acuerdo del apellido, la jefa de uno de los departamentos de la Facultad de Educación. Según personas muy serias, entre ellas profesores, María decía que yo era una guerrillera, entre otras cosas.

 

Varios compañeros me confirmaron esto también, de ahí que fui a hablar con ella y con mucho respeto le pregunté que si en algún momento yo la había ofendido, o le había hecho algo malo, que me disculpara. Ante lo cual ella expresó que no sucedía nada. Entonces le pregunté por qué decía que yo era guerrillera, y que, de ser así, que lo demostrara.

 

Ella dijo que eso eran mentiras. Le aclaré que era una acusación muy delicada, que ponía mi vida en peligro, sobre todo, en un tiempo en el que las Autodefensas de la Universidad de Antioquia comenzaban a identificarse, y los asesinatos y desapariciones no cesaban. Ella negó nuevamente el haber difundido las acusaciones y me pidió disculpas, incluso llamó a un profesor para que me dijera que todo era mentiras. Finalmente, la situación quedó así.

En el año 99, cuando nos llegó una amenaza masiva de las AUdeA, ella me propuso que me fuera para España en caso de sentirme en peligro. Le dije que no, que le agradecía su preocupación, que no me sentía amenazada. Cierto es que sí era y éramos objeto de vigilancia y amenazas por estar en el Cefe.

Que lo tildaran a uno de guerrillero en ese tiempo era muy peligroso, y más aún cuando yo estaba a la vista de todo el mundo, por lo que sabían dónde encontrarme. Yo sí participaba en las asambleas y las diferentes actividades culturales y políticas que se hacían en la universidad por diferentes temas que afectaban la vida estudiantil.

Me acuerdo también cuando me enviaron un payaso, o sea, un joven que al parecer era nuevo en la facultad. Este llegó a la oficina donde yo era monitora, con una actitud excesivamente entusiasta. Me preguntó si yo era Juana. Cuando le dije que sí, me interrogó sobre qué debía hacer para integrarse a las discusiones que se daban en la asamblea de educación.

 

Me pareció algo extraño. Le pregunté que quién le había dado mi nombre y le había dicho que me hablara. Obviamente, no sabía que decir, y me dio un nombre desconocido. Le contesté: “Amigo, yo no puedo ayudarlo, nadie lo mete a uno en la asamblea, usted debe asistir a los encuentros, pedir la palabra y participar”. El joven se fue, pero lo seguí viendo por varios días mirándome y apareciendo por los lugares que yo frecuentaba. Por eso, una vez entré a una clase en la que vi que él estaba, me le acerqué al profesor, que era amigo mío, y, disimuladamente, hice como si le preguntara sobre él. Después de eso no lo volví a ver.

Los actos de injusticia social siempre me hacían subir la sangre a la cabeza, y más aún cuando nuestras protestas eran legítimas y justas. La represión abusiva de la policía y los entes judiciales eran el pan de cada día. Cualquier cosa era indicio para que te acusaran de guerrillero y te persiguieran. Aunque uno no fuera el que se pusiera una capucha para exigir sus derechos, no era extraño verse uno tirando piedras o recogiendo piedras para dárselas a quienes sí se tapaban la cara para no ser reconocidos.

Después de todos estos años transcurridos veo y pienso que es triste que antes se hayan dado peleas tan bravas y en la actualidad, muchos están desubicados. De igual forma, duele ver cómo han dejado perder tantos derechos adquiridos, como el que la administración nos suministrara los documentos que requeríamos para las asambleas, e insumos para las actividades culturales y políticas.

Otro recuerdo, es cuando nos tocó amanecer en la universidad, antes de que mataran a Gustavo. Íbamos para una marcha de antorchas en la noche, justo en mayo del 99. Esta se planeó días después de que asesinaran dentro de la universidad al profesor Hernán Henao. Me acuerdo incluso de que yo estaba en la cafetería cuando escuché los disparos que lo mataron.

El día de la marcha íbamos a salir a las seis de la tarde por la portería de Barranquilla e íbamos a hacer un recorrido hasta La Alpujarra. No habíamos cruzado la portería cuando comenzaron a lanzarnos gases lacrimógenos y los agentes del Esmad golpearon a muchos estudiantes. La escena era realmente injusta, tanto así que no logramos salir y nos tocó quedarnos encerrados por ese motivo y para salvaguardar nuestras vidas.

 

Esa noche estuvimos hablando con Marulanda y otros líderes de la situación de la universidad, de las amenazas, de la persecución, de la represión, del miedo. Yo a Gustavo lo conocí por el movimiento, incluso nos hicimos amigos después de una discusión que tuvimos días antes. Participábamos en las reuniones y en las asambleas. Era un ser muy lúcido, sabía mucho de política, hablaba muy bien. Seducía con la palabra, era coherente, y sé que lo vincularon con alguna guerrilla, pero nunca lo vi metido en eso. Era orgulloso, altivo y de buen humor.

Esa noche el rector Jaime Restrepo Cuartas, llegó a la una de la madrugada a pedirnos que desalojáramos la universidad. Nos insistió que la policía ya no estaba esperándonos en la calle. Y la verdad es que ningún uniformado se veía en esa soledad oscura. Y cuando se fue en su carro, graneaditos, fueron apareciendo policías de nuevo, en las cuatro puertas de la universidad. ¿Si eso no es violencia estatal, entonces qué es? En ese tiempo el alcalde de Medellín era el conservador Juan Gómez Martínez.

Al otro día, a las cinco de la mañana llegó Juan, el de la cafetería de Tronquitos, que quería mucho a los estudiantes. Estaba furioso porque no le habían avisado de la situación, sobre todo, porque todo el mundo se estaba casi que muriendo de hambre a raíz del encierro. Lo primero que hizo fue poner a hacer jarradas de café que repartió a los estudiantes, y regaló toda la parva que le llegó para la venta. Me acuerdo de sus palabras exaltadas: “¡Cómo es posible que los estudiantes estén aguantando hambre, eso no tiene perdón!”. Juan murió el año pasado. Era un buen ser humano y fue muy perseguido en la universidad por apoyar al estudiantado.

Un día antes de que mataran a Gustavo, el viernes 6 de agosto del 99, llegaron dos hombres y le dispararon a don Hugo Jaramillo, el dueño de la cafetería de la Facultad de Derecho.

 

Él se encontraba en una caseta provisional de Postobón, pues la cafetería hacía parte de las zonas que estaban remodelando en el bloque 9. El quiosco se encontraba entre los bloques 9 y 14, en el primer piso. Algunos amigos nos encontrábamos en la cafetería de Pastora, en Barrientos, cuando escuchamos los disparos. Como soy impulsiva salí corriendo en dirección a las detonaciones y escuché gritos, me acerqué al quiosco y la esposa de don Hugo gritaba: “Lo mataron, lo mataron”. “Pero a quién, a quién”, le interpelé. En ese momento todo el mundo estaba paralizado, nadie se movía, como si el tiempo se hubiera detenido.

 

El impulso mío fue abrirme paso entre la gente y vi el cuerpo de don Hugo en el suelo. Me metí al quiosco, me agaché para tocarlo y enseguida introduje mis manos debajo de sus hombros para levantarlo. La gente seguía sin moverse, paralizada, era una escena de película.

 

Yo gritaba, “ayúdenme, ayúdenme”. Finalmente, uno de sus trabajadores me ayudó a levantarlo. Luego otras personas comenzaron a ayudar también. Una persona que a mitad del pasillo del bloque nueve apareció, insistiendo, “vengan, vengan que tengo un carro”.

La verdad, no me acuerdo de ninguna cara, solo sé que seguimos al hombre. Daniel, un señor que también había trabajado en Pastelitos, se me acercó y me dio unas indicaciones para meter a don Hugo al vehículo. Y ya adentro, cuando pude recobrar la compostura, me di cuenta de que había quedado con los pies del herido sobre mí. La esposa se había montado en el puesto de adelante y arrancamos. Cuando llegamos a Policlínica lo bajamos y al momentico nos dijeron que ya estaba muerto.

 

Yo estaba en shock, actuando en piloto automático, con la blusa y el bluyín empapados de sangre. Y así, con las manos ensangrentadas, llorando, con miedo, hice el tramo de regreso a la universidad, con los ojos contra el suelo, recreando una y otra vez esa escena de muerte. Días después de lo de don Hugo y lo de Gustavo, un compañero se me acercó y me dijo: “Negra, yo te gritaba que sabía de primeros auxilios y no me escuchabas, todo el tiempo al lado tuyo estuve gritándote”. Pero no me acuerdo de eso.

Yo iba pensando en sacar mi maleta, que la había dejado en la cafetería de Pastora, e irme para la casa a cambiarme. Pero en la portería de peatones, cuando iba a entrar a la Universidad, un vigilante que me distinguía me preguntó: “Negra, qué le pasó”. No le quise contestar. En ese momento salía uno de los trabajadores de mantenimiento, que era amigo mío, y le dijo al portero con rabia: “No le preguntés nada, dejala tranquila”. Me cogió, me abrazó y me llevó hacia la facultad.

 

Me acuerdo de que no tenía plata y arrimé donde Pastora. Todo el mundo me miraba y yo estaba en automático, el cuerpo apenas si me respondía. Le dije, “Pastora, présteme por favor algo de plata para tomar un taxi para mi casa”. Y ella, qué pecado, ella apreciaba mucho a don Hugo, estaba calladita, con la tristeza que le salía del alma, y seguramente también con mucho miedo, porque ella era propietaria de un negocio. Me dio para el taxi. Un amigo me acompañó y volvimos un par de horas más tarde.

Dentro de la universidad los compañeros del movimiento de varias facultades estaban realizando una ceremonia en Barrientos, con velas, algo muy bonito. Saludé a los muchachos y me dirigí a mi oficina de monitora, y al sacar las llaves se me hizo en frente el profesor Oscar, mi psicoanalista. Me agarró de la mano y me dijo mirándome a los ojos: “Venga muchacha, que yo sé que usted está muy mal, vámonos de aquí”. Me llevó a una oficina en el primer piso, cerró la puerta y me dijo con ese tono suyo tan firme: “Llore, llore hasta más no poder, desahóguese”. Y sentí que todo el cuerpo se me vaciaba por los ojos, y lloré, y lloré… y lloré tanto. Yo amo a ese profe por eso. Él es un ser humano maravilloso.

Ese mismo día, alguien se me acercó y me dijo que había sido testigo del asesinato de don Hugo y que quienes le habían disparado eran dos hombres vestidos de negro, que incluso estuvieron allí en el momento en que ayudé a sacar el cuerpo.

Al día siguiente, el sábado, nos encontramos en la universidad para irnos juntos al entierro de don Hugo que era en Copacabana. Cuando llegamos al velorio, junto a la puerta de la sala, un compañero que luego desaparecieron los paramilitares se me acercó y me preguntó preocupado: “Negra, ¿quiénes hay acá?”. Y le di varios nombres. “Dígales que vengan ya mismo”. Y yo, que ya tenía los nervios a flor de piel, pregunté: “¿Qué pasó?”. Dígales que vengan. Le insistí ya con rabia. Le escuché: “Es que mataron a Tavo”. Pensé que iba a morirme.

Nos fuimos para el anfiteatro y allá otros compañeros del movimiento nos contaron lo sucedido sobre la muerte de Gustavo. Su muerte estaba rodeada de hechos previos que señalaban al mismo lugar.

 

Entre otras cosas, porque antes de que Gustavo saliera de la Universidad, las porterías fueron cerradas antes de la hora oficial, lo que obligó a Gustavo a salir por ferrocarril. Nos contaron que cuando venía saliendo se vino una moto de los lados del Parque Norte y desde ella le dispararon. Y cuando los amigos que lo acompañaban quisieron socorrerlo, los sicarios les dispararon a ellos también.

Lo velamos en la sala de Villa Nueva. Para su entierro, íbamos detrás del féretro, al igual que casi toda la policía de Medellín, soldados, agentes del Esmad y otros cuerpos de las fuerzas armadas de la ciudad. Literalmente, estábamos rodeados como si fuéramos una banda criminal que iba a ser emboscada. Casi no me acuerdo de esa velación, sé que hablaba con uno, y con el otro, y con el otro; hubo intervenciones de amigos, gente llorando, y todos estábamos tristes y cansados. La violencia nos tenía acorralados.


Cuando sacamos a Gustavo para el cementerio Jardines de Monte Sacro, íbamos detrás en buses, no sé cuántos, pero eran muchos. Y adelante, por los lados y por atrás, la “justicia” nos seguía. Llegamos al cementerio y notamos que estaba militarizado. La ceremonia fue rápida y muy emotiva. La novia de Tavo dijo unas palabras llorando. Al final, y como no sabíamos si nos iban a desaparecer en el camino, de regreso, dentro del bus nos cambiamos de ropa, y, cuando teníamos oportunidad, nos arrojábamos sin que este se detuviera. Podíamos ver cómo nos seguían motociclistas de civil.


La universidad la cerraron una semana. Y cuando volví, la vi tan triste, como en esas películas donde muestran lugares muy bellos y solitarios, sin dejar de ser melancólicos. Todo estaba gris, triste, como si los árboles lloraran.

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